Organizaciones emocionalmente inteligentes , ¿son productivas?

Dicen algunos que los robots acabarán sustituyendo a los trabajadores, pero yo no lo creo. La inteligencia artificial es una ayuda, un instrumento capaz de hacer de manera eficiente un trabajo mecánico, pero nunca podrá ocupar el lugar de las personas porque carecen de un elemento fundamental: la capacidad de aprendizaje. ¿Y la podrán adquirir? Difícilmente, porque todo aprendizaje tiene una base emocional, como afirmó Platón y los robots no tienen emociones. Las emociones, al contrario de lo que a menudo se cree, están presentes en todas las esferas del individuo, también en la laboral.

Entronca esta concepción con otro término relacionado y que últimamente los economistas tratamos incluso de cuantificar, la felicidad. La literatura hace distinción entre tres tipos posibles de felicidad: la satisfacción vital, el bienestar emocional y el eudaimónico (término griego que hace referencia al “florecimiento humano”). Es decir, las variables a considerar hacen referencia a la evaluación de la vida en su conjunto; las emociones y los estados anímicos en el día a día; para cerrar con el significado y el objetivo de la vida, respectivamente. Pero la cuantitativo no es lo relevante en este caso, sino que lo es lo cualitativo.

Sin olvidarnos de los factores culturales y de los valores que orientan la felicidad de los individuos y marcan la diferencia entre países, la renta y la educación son determinantes, y están directamente relacionados con el bienestar emocional y la satisfacción vital, mientras que la salud y los logros personales están más ligados al bienestar emocional. Si ampliamos el foco del ámbito personal hacia el social, la felicidad a nivel agregado, puede medirse según la confianza en el prójimo y el trabajo conjunto. Es decir, la suma de la felicidad individual genera externalidades sobre la sociedad, hasta el punto de que se ha demostrado una correlación positiva entre la felicidad individual y el capital social. A menudo, las organizaciones se afanan en incorporar inputs productivos materiales a sus procesos, sin ser conscientes de que la diferencia en el output puede ser mínima con respecto a sus competidores, y lo único que decanta la decisión del consumidor es el valor añadido que solo el capital humano es capaz de trasladar el usuario final. Y la pregunta que procede es ¿por qué algunas organizaciones son capaces de generar fidelidad en sus clientes y otras no?, la respuesta está en las emociones. Si una organización puede crear los vínculos de confianza necesarios con sus clientes, a través del desarrollo en la dirección, la confianza entre los trabajadores, la comunicación fluida, la realización de equipos estructurados de trabajo, el individuo deja de ser tal, y se convierte en un eslabón esencial de una organización que siente como propia y eso se acaba notando en el producto, sea bien o servicio.

El uso de la inteligencia emocional parece haber dejado atrás la concepción negativa del término y ha comenzado a aplicarse en las organizaciones como elemento esencial para los líderes, para manejar a los grupos, para insuflar confianza, para proponerse metas, administrar el estrés y conseguir, en definitiva, los mejores resultados posibles. La capacidad de incidir sobre las motivaciones, generar entusiasmo, certidumbre, comunicar los objetivos de la empresa e introducir los cambios para adecuarse a ellos de manera flexible y positiva llevan aparejados grandes resultados dentro de las organizaciones.
En definitiva, lo importante no es producir sino cómo se produce. Lo determinante no es el producto, sino el valor añadido y diferencial. El camino no lleva a la felicidad, la felicidad es el camino, decía Buda, también en las organizaciones.

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