LA COMIDA COMO CALMANTE – Cuando los alimentos acallan emociones negativas

Llego a casa después de un día de ajetreo,  no “he podido” comer bien por la falta de tiempo y  aunque en mi cabeza está la idea de prepararme una merienda-cena saludable para compensar el descalabro del mediodía, apenas paso unos minutos en casa y mi mente ya cambia de planes:

“Prepárate una taza de leche con galletas”

Sin entrar en la valoración nutricional de la elección como cena poco adecuada, veamos qué otra lectura podemos hacer:

Parece una taza de leche con unas galletas sin más, pero es mucho más que eso, es un alimento para el alma cansada… es una conexión con un recuerdo que me tranquiliza, me une con un contexto pasado.

Me conecta con mi abuela, la casa de mi abuela, el lugar donde sentí protección, atención, cariño… me lleva a mi infancia donde los días pasaban lentos.

Parece una simple taza de leche con galletas pero es un refuerzo simbólico que se hace más fuerte en los momentos de nostalgia.

Por lo tanto:

– La comida no es sólo comida, es memoria asociativa –

Sin mucho esfuerzo podemos asociar a familiares, amistades queridas o momentos felices con platos de comida o alimentos determinados. Detrás nos acompañan las emociones y sensaciones que nos dejarán huella en nuestros comportamientos, aun no siendo conscientes de ello.

En el ejemplo que escribo líneas arriba ya desgrano lo que hay de fondo: al pasar un día de locos, sentirme cansada y desprotegida, busco  conectarme con la calma, mi mente me lleva a ese momento determinado de mi infancia con mi abuela para conseguirlo. Puedo darme cuenta de que mi elección de las galletas resulta ser más un “efecto tranquilizador” que un comportamiento resultado de mi hambre.

Nuestro comportamiento, el cómo llegamos a decidir y en qué momento tomamos esos alimentos se ve eclipsado por autosaboteadores del tipo “me encanta comer”, “me lo merezco”,  “es lo que me apetece”, son como “premios”, o del tipo: “me preparo lo primero que pillo al llegar a casa”, “no tengo ganas de cocinar”, “no tengo tiempo”, “no me quiero complicar”…  de esta forma no profundizamos qué hay en el fondo, repitiendo una y otra vez el mismo comportamiento, hasta  convertirlo en hábito, algo  que puede llegar a restarnos bienestar.

¿Cuándo preocuparnos? Hablemos del hambre emocional.

Cuando el alimento me domina a mí y no yo al alimento.

Cuando hablamos de hambre emocional no se trata sólo de comer sin ganas, es el elegir determinados alimentos, platos que cumplen (supuestamente) una función más allá de la de nutrirnos: calmarnos, sentirnos seguros, tranquilos, relajarnos, “sacarnos de encima” las emociones negativas que sentimos.

Siguiendo el ejemplo del  que partimos, le he enseñado al cuerpo que cuando llego a casa cansada, triste, agobiada o simplemente me siento desprotegida, la taza de leche con galletas es una buena  opción para tranquilizarme.

Es curioso porque “necesitamos” de esos alimentos y no de otros, aunque comamos lo que deberíamos (una opción más saludable) la mente “nos llama” para que no perdamos la oportunidad de irnos para cama sin ese trozo  de lo que “necesitas”, esto es un claro síntoma de hambre emocional.

Con el paso de las semanas veré que la cantidad y frecuencia es mayor: elegiré este tipo de cena con más frecuencia, tomaré mayor número de galletas, el tiempo que emplearé para ingerirlas será prácticamente el mismo que cuando me tomaba un par. Un detalle muy importante; el disfrute de lo que voy comiendo se va desvaneciendo, porque a los pocos segundos de haberlo comido aparecerá la culpabilidad y frustración,  aunque sé de sobra qué tengo que hacer, qué debo comer… acabo sucumbiendo una y otra vez.

La emoción y los alimentos van de la mano en una sociedad donde se suma la accesibilidad sencilla a los mismos. Así, si me siento ansiosa notaré que mis preferencias son las harinas y masas: galletas, panes, pizzas, chocolates y quesos, puede que los salados y embutidos entren en la lista, pero sin pan por medio no serán bienvenidos.  El problema es que este tipo de alimentos ayudan a que la ansiedad “crezca” y entramos en un bucle de ansiedad-comida  que necesitamos romper.

¿Qué podemos hacer?

1. Saber diferenciar hambre real de hambre emocional:

Recuerda que el hambre emocional es repentina, selectiva/caprichosa (no sirve comer cualquier cosa). Comemos aunque nos encontremos saciados y aparece la insatisfacción, culpabilidad o frustración después de la ingesta.

2. Recordar cómo se nutre nuestro cerebro-mente:

En mi primera colaboración «Somos lo que comemos: Alimentación para tu cerebro«, os explico qué necesita la mente y lista de compra para una buena elección de alimentos.

3. Una buena gestión emocional:

Conocer las emociones de base; cómo me siento (estresada, triste, enfadada, cabreada, cansada…). Gestionar esas sensaciones encontrando opciones que nos hagan sentir bien fuera de la respuesta aprendida de la comida: pasear, bailar, un baño relax, escuchar música, charlar con una persona querida, meditación, deporte…

4. ¡¡Repetir, repetir y repetir!!

Lleva su tiempo desaprender para aprender un hábito nuevo.

5. Seguir las pautas profesionales:

En caso de  haber desencadenado trastornos alimentarios (trastorno del atracón, anorexia, bulimia) o consecuencias físicas importantes como la obesidad.

Belén Ventín, Dietista Especialista en Educación Emocional